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De la imaginación al síntoma real del miedo al abandono

Por Jenyffer Martínez


 

Mayo es el mes de la visualización del Trastorno Límite de la Personalidad (TLP). Y aunque muchas veces me he resistido a definirme desde una etiqueta, también reconozco que este diagnóstico me ha ayudado a entenderme y a mirarme con más compasión. Me dio lenguaje para nombrar cosas que sentía desde hace años y que no lograba comprender. Una de ellas —la que me duele más, la que más me ha marcado— es el miedo al abandono.


Desde que tengo memoria, me he sentido a la deriva. Mis padres se separaron cuando yo era apenas una niña. Ese evento no solo marcó el fin de la familia que conocía, sino que también me alejó de una de las personas más importantes de mi infancia: mi abue Lupe. Ella era mi refugio, mi figura de apego seguro. Y de pronto, sin explicaciones claras, dejé de verla. No entendí por qué, solo supe que me dolía. Sentí, desde entonces, que el amor podía desaparecer sin previo aviso.


Entendí después que ese vacío se quedó en mí como una herida abierta.


A lo largo de mi vida, he tenido relaciones intensas, apasionadas o caóticas. Me he aferrado a personas incluso cuando sabía que no me hacían bien. Me he adaptado tanto a los deseos de otros que he terminado por desconectarme de los míos. Y no solo en lo afectivo. También en lo laboral, en amistades, en grupos o espacios a los que pertenezco. Me cuesta soltar, me cuesta cerrar ciclos, me cuesta decir “esto no me sirve” sin sentir culpa o miedo. Como si cada final activara ese recuerdo inconsciente de la niña que se quedó sin su abuela.


Lo más difícil de este miedo es que muchas veces no tiene fundamento real. Puede que alguien se retrase en contestarme un mensaje, que cambie el tono de su voz, que me diga “necesito un tiempo”. Y mi mente ya está convencida de que me van a dejar. Me lleno de ansiedad, pienso lo peor, actúo impulsivamente. Y en ese intento desesperado por retener, muchas veces termino empujando al otro y entro en una vorágine de dolor e inestabilidad emocional.


No lo digo para justificarme, sino para explicar cómo funciona.


El DSM-5 lo describe claramente: las personas con TLP experimentamos un miedo intenso al abandono real o imaginario, y muchas veces hacemos esfuerzos extremos por evitarlo. Desde la neurociencia, se ha observado que en el TLP existe una hiperactividad en la amígdala, que amplifica la percepción de amenaza, y una hipoactividad en la corteza prefrontal, que regula las emociones y la toma de decisiones. Es decir, mi sistema nervioso reacciona con alarma incluso ante situaciones neutras o mínimas. No lo elijo. Pero sí puedo aprender a gestionarlo.


Y en eso estoy.


Estoy aprendiendo a identificar cuándo es mi miedo el que está hablando. A preguntarme: ¿esto es real o es una interpretación basada en viejas heridas? Estoy intentando quedarme, primero, conmigo; después a reconocer que merezco vínculos sanos, donde no tenga que anularme para ser querida.


Sé que no estoy sola. Por eso también quiero cerrar este escrito con algunas sugerencias para quienes acompañan a alguien con TLP:


•        No minimices el miedo al abandono. Para quien lo vive, es real y doloroso.

•        Escucha sin juzgar.

•        Establece límites con claridad y amor. La ambigüedad puede generar ansiedad.

•        No prometas cosas que no vas a cumplir. La confianza se construye en la coherencia.

•        Aprende sobre el TLP. Comprender ayuda a empatizar.

•        Y, sobre todo, sé paciente. El camino no es lineal, pero el acompañamiento amoroso puede marcar la diferencia.


Escribir esto me costó, pero también me libera. Porque cada vez que rompo el silencio, algo en mí se vuelve más fuerte. Hoy puedo decir: "sí, tengo miedo de que me dejes", pero también estoy aprendiendo que no tengo que dejarme a mí misma para retener a nadie.


Y eso, para mí, ya es un acto de valentía.

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