
El aula, la salud mental y la realidad actual
- TLPianxs haciendo cosas
- 28 may
- 6 Min. de lectura
De Bryan Zúñiga
Hola, ¿cómo están? Para empezar a presentarme, lo primero que debería hacer es decirles mi nombre. Pero tengo un poco de desconfianza de que este texto viaje más allá de donde estoy geográficamente y que, por eso, me juzguen de una manera equivocada. Por eso, voy a usar el nombre ficticio de Juan.
Trabajo en una secundaria, pero lo que les voy a contar, también podría sucederles a maestros de primaria y hasta de preescolar, sucede así aquí en mi país Costa Rica, pero la historia podría ser similar en cualquier país de Latinoamérica. En mi caso tengo chicos de trece a diecisiete años de edad. La edad es complicadilla, sí, pero también llena de posibilidades, de preguntas, de búsqueda de identidad. Algunas veces imagino que el aula es como un campo minado donde cada movimiento hay que hacerlo con cuidado, pensando bien cada paso. No porque mis muchachos sean unos monstruos —la mayoría no lo son—, sino porque cada error, cada gesto malinterpretado, se vuelve un meme, un sticker o una burla disfrazada del vacilón típico de la juventud. Pero la onda expansiva de esa violencia disfrazada, lamentablemente alcanza tanto a estudiantes, como algunos de sus familiares. Y cuando uno ha tenido que vivir con un trastorno de personalidad como el mío, el Trastorno Límite de la Personalidad (TLP), cada una de esas cosas pega como si te lanzaran piedras al pecho.
El TLP no es una invención. No es una excusa. Tampoco es un drama exagerado, como algunos creen. Es un diagnóstico médico, con estudios serios, con síntomas reales, con tratamientos largos y bastante enredados. Es vivir con las emociones a flor de piel, como si los nervios estuvieran sin capa, sin filtro. Y sí, tengo papeles médicos que lo respaldan. Certificados del hospital. Informes de psiquiatras y terapeutas. Pero a veces siento que todo eso pesa menos que un comentario dicho a mis espaldas, o una mirada cargada de desconfianza, porque les parezco explosivo y hasta raro.
Tanto dentro como fuera del sistema de educación pública, en las comunidades, hay quienes no tienen ni idea de lo que supone tener un trastorno como este o cualquier trastorno de personalidad o cualquier afectación en la salud mental. Algunos piensan que se puede exagerar o fingir. Otros lo consideran una manera suave de manipular o pedir un trato de favoritismo. Incluso hay gente, que suelta con tranquilidad frases como “todos estamos chiflados”, “hay que seguir adelante”, o lo peor de todo: “eso está en su cabeza, supérelo”. Y claro que lo tengo en la cabeza. ¿Dónde más va a estar? El problema es que para esa gente eso significa que no existe. Y para mí, significa una lucha cotidiana contra impulsos, pensamientos extremos, miedos, abandonos percibidos, vacíos emocionales.
He escuchado a ciertas personas, reír y murmurar que estoy “escudado” en mis enfermedades. Como si fuera deseable tener que disculparme una y otra vez por comportamientos que ni siquiera yo entiendo del todo. Como si me gustara tomar pastillas ansiolíticas para relajarme y no explotar cuando estoy fuera de mi hogar. Como si fuera fácil explicar que a veces no respondo mensajes porque la angustia me paraliza, o que una crítica pequeñita puede tumbarme por días. ¿Escudo? ¡Ojalá! Esto es más bien una cadena, pero una cadena con grillete bien pesado, una carga que me esfuerzo por llevar sin que me doble el cuerpo ni la dignidad. Y en este punto reconozco, porque ya lo viví, que lamentablemente el cuerpo grita, lo que la mente calla. Y el mismo cuerpo termina por no soportar el peso de los pensamientos, liberando y somatizando enfermedades físicas.
Lo que lastima, sin embargo, no es la ignorancia en sí. Es la falta de empatía. Porque la ignorancia se puede remediar. Pero la ausencia de empatía... eso es harina de otro costal. Hay quienes hablan de inclusión, respeto a la diversidad y bienestar emocional del estudiantado, pero en un adulto “no lo pueden percibir”, o al menos actúan como si no hubieran visto nada. Como si solo los estudiantes tuvieran permiso de ser frágiles. Como si los adultos tuviéramos que ser de acero.
El problema de vivir con TLP es que muchas veces vos mismo te volvés tu peor enemigo. Pero cuando el ambiente refuerza esa pelea interna con burla, con desdén, con miradas sobre el hombro, la lucha se vuelve cuesta arriba. Hay días en los que poner un pie fuera de mi hogar me cuesta el doble que a cualquiera. No por pereza, sino por miedo. Miedo a explotar, a decir algo que se entienda mal, a que un mal día se convierta en material de burla en los grupos de WhatsApp o en memes que circulan como cuchillos digitales. Sí, ha pasado. Me han sacado fotos sin permiso. Me han convertido en stickers. Se han reído de mi forma de hablar cuando estoy ansioso. Y no, no es solo “cosa de adolescentes”. Es reflejo de lo que ven y aprenden en su entorno familiar y comunal.
Me hago preguntas a veces: ¿cuántos maestros están padeciendo en silencio? ¿Cuántos viven con trastornos que ocultan por miedo a ser juzgados, destituidos, señalados? ¿Cuántos tienen que fingir cada día para encajar en una normalidad que no es la suya? ¿Cuántos se sienten como yo, atrapados entre el deber de enseñar y el miedo de quebrarse frente al grupo? La salud mental en la docencia todavía es tabú. Se habla de burnout, de estrés laboral, pero se esquiva la conversación seria sobre trastornos mentales, en adultos, como si las fluctuaciones emocionales solo sucedieran en la adolescencia.
Hay una violencia que se oculta en el sistema, sistema que hace veinticinco años o un poco más, era amigable con los que estaban tanto dentro (directores, maestras, profesores y estudiantes) como fuera de las instituciones educativas (los mismos estudiantes y sus familias). Esa violencia no es precisamente física, pero sí deja cicatrices hondas. Es una violencia de indiferencia, de ninguneo, de chismes disfrazados de preocupación. Es esa mirada que te juzga cuando te ven haciendo tu vida fuera de lo laboral, cuando estás en el supermercado, en la tienda, en el restaurante o cualquier otro lugar público del pueblo o la ciudad. Es el rumor que corre más rápido que cualquier verdad. Es el silencio que queda cuando pedís ayuda y nadie sabe cómo darte una mano. Y mientras tanto uno sigue ahí, tratando de sostener la clase, de motivar adolescentes, de cumplir con planificaciones y evaluaciones, mientras por dentro se desmorona.
Lo irónico es que soy yo quien habla con los estudiantes sobre salud mental. Les enseño a no estigmatizar, a buscar ayuda, a reconocer sus emociones. Y algunos me escuchan. Algunos incluso se me acercan a contar cosas que para ellos tienen un gran peso emocional, pero por los juicios de los adultos, no se atreven a decirle a nadie más, cosas como que se quieren hacer un peinado extravagante, que no les gusta determinada ropa o cantante. Porque saben que entiendo, que esas pequeñas cosas para ellos y ellas son importantes. Porque ven en mí a alguien que también ha pasado por cosas duras. Pero esos momentos tan sinceros contrastan con la frialdad de ciertos adultos que deberían ser ejemplo y abrigo, no jueces ni verdugos.
La ignorancia en salud mental es un arma de doble filo. Hoy podés ser vos quien se burla, quien minimiza, quien duda del diagnóstico ajeno. Pero la vida, como bien dicen, da muchas vueltas. Hoy estás bien. Mañana, quién sabe. Nadie está a salvo de pasar por una crisis, de recibir un diagnóstico inesperado, de sentir que la cabeza se vuelve un enredo. Y cuando eso pase —si pasa—, ojalá encontrés empatía donde antes no supiste darla. Porque ahí vas a entender que esto no se trata de debilidad, se trata de humanidad.
No lo escribo para dar lástima. Lo escribo porque ya no quiero callar. Porque el silencio también es parte del problema. Porque si seguimos fingiendo que todo está bien, nunca va a cambiar nada. Escribo porque los trastornos mentales existen, duelen, complican, pero se pueden atender con apoyo, con cariño, con información. Escribo porque no soy el único. Porque me niego a ser invisible. Porque quiero que el aula deje de ser un campo de batalla y se convierta en un espacio de cuido, también para quienes enseñamos.
A veces soñé con renunciar. Con dejarlo todo. Con largarme a un lugar donde nadie me conociera ni me juzgue. Pero luego me acordé de ese estudiante que me dijo: “Profe, gracias por escucharme. Usted es diferente”. O aquella chica que escribió en una redacción que quería ser como yo, “aunque la vida a veces duela”. Y entonces entiendo que tal vez mi presencia, rota y todo, también tiene valor. Que mostrarme vulnerable no me hace menos profe, me hace más humano. Y que tal vez, solo tal vez, esa es la verdadera lección que vine a enseñar.
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